09 enero 2008

nos volvimos a ver


Job llegó cuando yo estaba sentada a los pies de la cama viendo tele. Lo miré acercarse y el suceso me pareció maravilloso, ahí venía él, alto, moreno, lindo, incluso con ropa linda, diciéndome mil cosas con la mirada. Mientras yo, que por mis reiterados sueños presentía que estaba vivo, no atiné a hacer nada, sólo mirarlo opacamente, con mis ojos tan inexpresivos como los de un pollo, con una emoción inmensa que no se desbordó.
Él siguió hacia mí, quizás esperando que saltara de alegría, que gritara, que riera, que llorara, que corra a abrazarlo, que dé gracias al cielo, a la tierra, al destino, a la vida, al panteonero, qué sé yo lo que esperaba él, pero yo seguía sentada, mirándolo, con un llanto contenido que casi me traiciona.
Él, en su mirada profunda y sin palabras, me dijo ‘qué gusto verte, Paky, pero qué pena haber tenido que sufrir tanto’, mientras yo, en mi mirada tan inexpresiva como la de un pollo y sin palabras, le dije ‘qué alegría tenerte de nuevo, pero qué pena no haberte tenido’. Eso era, alegría y pena, cuando sólo debería haber sido alegría y algo de alboroto.
Entonces él me abrazó fuerte. Y rompió a llorar, y lloraba inconsolablemente. Y lloraba estremeciéndome. Y lloraba como si ahora la muerta fuera yo. Y mi llanto contenido me quiso traicionar y mi emoción se quiso desbordar, pero no, mejor lo abracé y consolé. ‘Tranquilo, tranquilo hermanito’, le dije, igual como hace cuatro meses en medio de sus convulsiones en el Hospital de Talca. Y lo abracé con ternura, con amor, como sólo se puede abrazar en el reencuentro más esperado, como sólo se puede abrazar cuando sabes que tu hermano no está muerto y está contigo, llorando y estremeciéndote. Le acaricié la cara mientras él me decía ‘me duele haberlos hecho sufrir tanto, me duele todo lo que pasó’. Y yo traté de decirle que no importaba, que lo importante era eso, estar juntos de nuevos, con un pasado que ahora podríamos dejar pasar, sin segundos retenidos que no queremos dejar escapar por miedo a perder una mirada, una sonrisa, unos pasos suyos. ‘Muéstrame tu herida’, dije por fin, hurgueteando en su pelo negro, buscando la abertura que hicieron los neurocirujanos para sacarle eso que yo nunca supe.
Y mientras tanteaba su nuca, escuché las palabras ‘Masiel ¿no vas a ir a trabajar hoy?’. Y abrí los ojos calmadamente, como si nunca hubiera estado durmiendo, como si nunca hubiera estado soñando algo tan maravillo. Mi tibia mirada, tan inexpresiva como la de un pollo, se encontró con el mundo a las 8 de la mañana, con un mundo sin Job.
Job todavía estaba muerto.