13 mayo 2008

Yo moría a cada rato

En mis remembranzas de 2006 no podía dejar atrás esta cosa escrita en algún momento. Ese seguramente fue el año de las letras desparramadas, basadas en experiencias, pasadas por mi cabeza (o por cedazo) y olvidadas en una página de word con un nombre X. En ese tiempo cuando Job aún vivía, mi madre aún estaba ciega, la Mary ni siquiera era tan amiga mía, el Grandón me decía 'Paloma' y no 'tienes que ayudarme'... y yo moría a cada rato.




----------------------------------
No estaba tan segura de que iba a salir ilesa de ese recorrido y precisamente esa incertidumbre era la que me hacía sentir viva, confirmar que yo sí existía (no sólo a veces ni a ratos)… para mí y los demás.
Como dijo Rosa Montero: “llega un momento en que todo viaje se transforma en una pesadilla”. No estoy de acuerdo con eso, pero éste sí lo fue, no una pesadilla con precisión, tal vez sólo se trató de una mala alucinación.
Fines de marzo, noche en una ciudad chica que nunca estuvo exenta de delincuenceia. Esa manía que a veces se volvía agradable de quedarse hasta tarde en el diario, de las últimas, adelantando trabajo y tomando café cargado. Luego salir a la calle desierta sin mucho frío, escuchar uno que otro paso acelerado a cualquier distancia, pero sin ver a sus autores, y luego sentir el eco de mis propios pasos y respiración. El silencio de la noche, la soledad de las calles, la puntada en la espalda. Yo huelo miedo, lo siento tal vez por primera vez.
No sé si me atacaban por la espalda o daban la cara, pero la intención claramente era matarme. Tampoco sé si me acuchillaban o disparaban, si me violarían previamente y descuartizarían más tarde. Tampoco estaba claro el motivo: un asalto a mano armada, una simple maldad o una persecución. La última era mi favorita, era emocionante y me hacía más interesante.
Eso tuvo muy poca relevancia, porque pasaba y porque el fin fue el mismo: yo desangrada y muerta en pleno centro de Linares.
Mi novio estaba destrozado, sentado en el suelo, al lado de su cama y llorando sin control. O tal vez no lloraba, pero su mal estado era evidente. Estaba viviendo un buen momento conmigo, nos amábamos y estábamos pasando por esa etapa en que se quiere gritar a los cuatro vientos el amor que se siente por la persona con la que está… o que se está con la persona que ama. Se lamentaba por no haber tenido su celular prendido cuando lo llamé minutos antes de mi muerte, como si eso hubiese podido cambias las cosas. Yo quise consolarlo y no pude. Traté de abrazarlo fuerte, besarlo y darle un mensaje de esos que dicen que dan los del más allá (ten paz). Nada hubiese sido suficiente, por un momento me coloqué en su lugar y lo supe. Traté de decirle que lo amaba, que para mí tampoco era fácil separarme de él y no me oía. Por la cresta… nunca me había sentido tan culpable y miserable en mi vida como me sentí en mi muerte. Tal vez estando viva jamás le hubiese causado semejante daño.
Al pasar por mi casa y adentrarme en el ambiente que había en mi familia huí de inmediato. Fui cobarde, lo sé, pero no quería presenciar ese ambiente de impotencia y oscuridad, no quise ver la destrucción de mi madre, la desesperación de mi padre, la desolación de mis hermanos, la confusión de Joel.
A la mañana siguiente faltaban pocos minutos para las 10 y yo no llegaba al trabajo. Nadie se preocupó demasiado, no era la primera vez que me atrasaba después de irme tarde. Mi jefe recibió el llamado de Juan Carlos, ex compañero de trabajo, que con voz estrangulada le preguntó cómo estaba. Él, como siempre, se alentó con un lamento diciendo “aquí, tirando pa’ riba”, agregando de inmediato quejas sobre mi tardanza y otras deficiencias de “los chiquillos”. Juan Carlos guardó silencio hasta que le preguntó el motivo de su llamada y luego no tuvo piedad en decirle, aún con la voz estrangulada, que me habían matado la noche anterior y que había sido de una manera muy cruel.
La reacción del dueño del diario fue de asombro, tristeza y hasta de un poco de dolor. Minutos más tarde estaba en el departamento de prensa dándole la noticia a mis compañeros que, como siempre, eran los últimos en enterarse de los sucesos policiales… voz quebrada… silencio… el trabajo paralizado.
La prensa de la ciudad tenía noticia fresca y de gran conmoción pública: asesinada brutalmente en pleno centro. No se da todos los días. Pero por la menos la Pati, amiga mía y ahora periodista de TV, no tenía ningún ánimo de cubrir la noticia, sólo quería arrinconarse y llorar a su ‘pajaruchi’, sin que nadie la molestara ni tratara torpemente de consolarla.
Ya de día, en el centro de la ciudad los rostros eran pálidos y asustadizos, se comentaba en voz baja el sangriento homicidio y alguien ya había inventado que se trataba de un asesino en serie, otro había dicho que fue un crimen pasional y todos temían por sus vidas. Y todos sentían un poco de pena, un poco de morbo, ganas de involucrarse y de haberme conocido.
En el funeral leyeron algunos de mis poemas -no se me ocurre quién-, la Mary cantó ‘cucurrucucú paloma’, el Grandón cantó ‘paloma quiero contarte’, Monsalve por primera vez dijo un sinfín de cosas buenas mías, Job habló en representación de la familia. Al echarme la tierra encima soltaron globos blancos, cantaron una canción evangélica, algunos lloraban, los más cercanos estaban un poco en shock, mi madre se desmayó. Nadie lloró más que yo.
Secándome las lágrimas entré a la casa donde arrendaba y llamé a la mía para avisar que estaba bien, para preguntar por Joel, para escuchar la voz tranquila de mi madre a pesar de su ceguera. Todo bien por allá, nadie supo de mi muerte. Y me acosté con una ligera sensación de alivio y otra de pena, y antes de disponerme a dormir, no pude evitar una corta carcajada.