26 mayo 2006

"Boca Abierta" (Alejandra Costamagna)




Lo imagino parco, mesurado, con la sobriedad que otorga la vida a ciertas personas. Lo miro, miro su foto, y creo haber fijado mis ojos en él sin detención durante cada minuto de los últimos diez años. ¿Cuándo exactamente dejaron de cruzarse nuestras miradas? No quiero adivinarlo. No voy a escuchar a mamá decir "¿Acaso alguna vez sus ojos pudieron cruzarse con otros?" Qué importa. Mamá boicotea las emociones; ella habla desde el rencor. Es comprensible. Pero a mí esta cámara me ha regalado una película fantasma y en su revelado apareció papá, como el retrato de una sombra. Lo imagino callado, casi mudo. En la foto sus labios están muy pegados uno con otro. Parecen formar una sola masa, y no puedo imaginarlos de otra forma. Papá tiene boca de masa. Quizás esta noche en la estación separe esos labios y provoque una risa apabullante. "Cállate, papá", le diré. "No muestres tu felicidad a todo el mundo". Pero él seguirá con la boca muy abierta, como la de los muertos recién muertos, y me obligará a cerrársela. Cuando acerque mi mano hacia su cara repitiéndole que no reparta su felicidad a todo el mundo, él me mirará, casi me derribará con sus ojos negros de fantasma, y dirá: "¿Qué felicidad, hija?". Después cerrará la boca. Tiene razón, papá: ¿De qué felicidad hablo? Mamá dice que soy una infeliz. Y agrega que ella no es feliz. Sé que ser una infeliz no es lo mismo que no ser feliz, mamá. Lo imagino caminando con un maletín de cuero negro, feo, como un detective. Temo no reconocerlo cuando baje del tren y se acerque con andar fatigado hacia mí. Yo descansaré mi vista en la otra foto: en la mujer que cepilla su pelo con el mentón contraído, a punto de llorar. No sé quién es ella; otro fantasma de esta película instalada en la vieja cámara, en mí. Su imagen me servirá para hacer una pausa y poder mirar luego a papá hasta el infinito, hasta secar mi pupila en su figura. Él fumará un cigarrillo negro y botará el humo con sobrada prepotencia. Así es papá, dice mamá, prepotente y vanidoso. A él no le hablaré nunca de la prepotencia ni de la vanidad. No pronunciaré la palabra mamá en toda la noche, quizás en toda la vida. No va a ser difícil. Guardaré las fotos en un bolsillo y le diré a papá que lo imaginaba exactamente así: con los zapatos gastados, con un lunar en la frente, con movimientos de marioneta. No te ofendas, papi, es muy linda la gente que se balancea al caminar. Mamá es tiesa como un roble y hace sombra como el árbol más holgado. ¿O es que te gustaría ser un tronco? Lo imagino con signos de persona razonable, calculadora. Lo imagino, por ejemplo, moviendo la cabeza en forma horizontal, de hombro a hombro, como si rodara sobre un riel. Hace años busco su imagen. A veces logro concentrarme y doy con estos movimientos cadenciosos. Cuando eso ocurre celebro su presencia en silencio, con los ojos muy cerrados, evitando que se fugue de mi mente. Pero luego pasa, se borra. Alguien abre una puerta, afuera suena una bocina, ladra un perro y los gestos se van. "Estás loca, niña, loca", dijo mamá al saber que nos veríamos esta noche en el andén. Más loca está ella, que en estos años olvidó hasta la manera como papá tose. Yo al menos intento rearmar su imagen. Le he preguntado varias veces a mamá cómo tosía y sólo ha murmurado "no lo recuerdo". Le he preguntado también quién tomó las fotografías de la cámara que encontré, quién es la mujer del cepillo, quién la tiene tan muda, cómo es mi padre. Y ella insiste: "No lo recuerdo". Después se atora con su saliva al repetir varias veces la misma frase. Ah, el recuerdo. Mamá no quiere recordar, eso es todo. Con una gota de saliva en el borde de la boca, recurre a su rabia para hilar un vómito de frases inconexas. Siempre hace lo mismo. Yo digo: ¿Quién es la loca? Lo imagino un hombre ocupado, con muy poco tiempo disponible, mirando el reloj de pulsera a cada minuto, moviendo un pie de arriba a abajo con ritmo parejo, golpeando su talón contra el suelo. A mí no me importa si papá es desatento. Yo quiero mirarlo una vez, una sola. "Para eso tienes la foto", protesta mamá. Yo no respondo. Ya dije que nunca respondo. Mi reclamo es un portazo. Mamá está irritada porque al fin di con el número telefónico de papá. Pero a mí también me irrita que papá no me permita oír su voz y arregle nuestra cita -nuestra primera cita en diez años- con una secretaria. A lo mejor papá también está irritado y este triángulo es un círculo de irritaciones. Pero el triángulo-círculo no es perfecto: falta papá. No logro dar con la razón de su enfado. Imagino e imagino, invento e invento diálogos sin aclarar nada. ¿Que debí haberte llamado antes? No, papi, tú eres mi papá. No sé por qué lo hago ahora. Es un poco mañosa esta cita, papá. Supongo que fue la sorpresa de ver la cámara guardada en el baúl y sospechar que adentro podías estar tú. Era tu cámara. Demoré dos meses en revelarte, lo sé. Está bien, supongamos que la culpa es mía. ¿Me vas a perdonar, papá, que te haya abandonado todo este tiempo? Mira, tócame, no habré cambiado tanto en diez años. Ahora tengo forma, ¿te das cuenta? No soy dura, papá, sólo es una manera de decirlo. De decirnos algo. No te enojes, papá. ¿Vas a llamar a la secretaria para que nos haga guardia? No lo hagas, papi, por favor. Yo no quiero que nadie se interponga entre nosotros esta noche. Nos quiero solos, solos, papi. Debí habérselo advertido a esa mujer cuando tomó la cita por teléfono. Ya es tarde. Estarás por llegar. Lo imagino tal como lo imaginé todo el día. Mi memoria se agota hacia atrás en mis cinco años, y aún puedo ver a papá en la casa donde vivimos hasta antes de su partida. El lugar está idéntico. Sólo la decoración es distinta: el jardín está cercado por una reja metálica y un mástil sostiene una bandera tricolor. Al fondo hay un perro de mirada lánguida que vigila su baldosa con pereza. Suelo evitar esa calle. Cuando voy a la escuela desvío la ruta. Y si es muy imperativo caminar por ahí, volteo la cabeza y canto una melodía distractiva. Pero hoy me detuve frente a la casa. Otra vez la maldita memoria. Hoy me acerqué a la puerta y di tres golpes secos. Puedo jurar que esta tarde tenía cinco años. Un hombre gordo me abrió. Tenía el pecho desnudo y lleno de pelos. Le dije que iba a entrar, que era urgente ver la casa. Mientras se rascaba la cabeza dijo que esa propiedad era privada. Lo sé, dije e insistí. Volvió a negarme la entrada usando las mismas mecánicas palabras. Traté de pasar sobre él con la torpeza de los cinco años, pero él empujó mi cabeza con las manos y caí a sus pies, tendida como un perro. El gordo observó mi precariedad desde su ventajosa altura, apuntó hacia abajo con el dedo índice y dijo "anda a molestar a tu casa, mocosa". No le dije que ésa era mi casa. Yo no dije nada. Me apoyé en el muro de la entrada y creo que lloré. El hombre se alejó de mí; iba moviendo la cabeza de un lado a otro, igual como lo hace mamá cuando le pregunto por papá. Estuve varias horas apoyada en el muro. El perro me miraba fijo desde su baldosa, como con celos me miraba. La tarde filtró brutalmente la llegada del crepúsculo y recién me di cuenta del tiempo que llevaba de pie frente a la casa. Me sentí narcotizada, sonámbula. Un poco fantasma. Tuve la sensación de que el muro se apoyaba en mí y no al revés, y pensé que me aplastaría en cualquier minuto con su cemento. Lo toqué: era un muro frío, tenaz, casi cruel. Lo imagino sudando, corriendo a mi encuentro. Dime, cómo no me vas a decir si te parezco linda. No sé si todavía quiero ser tu hija o mis planes ahora son otros. No sé qué pretendo. Lo primero: verte. Me impacienta esta espera. ¿Cuántos minutos más tendremos que esperar? Miro la foto con detención y no te asemejas a ninguno de estos hombres que bajan del tren. Ese podrías ser tú. Pero no: es un hombre lisiado. Ese otro no parece vanidoso ni prepotente. ¿Es que no piensas bajar del tren? Saco las fotos, las ubico en el suelo con las imágenes vueltas hacia abajo y empiezo el juego. Están duras estas fotos, no se desprenden de la superficie con facilidad. Debo mojar con saliva las palmas de mis manos para conseguirlo. Son fotos-figuritas, fotos de colección. Cuando aparezca papá le diré que éste es mi nuevo álbum. ¿Él todavía estaba con nosotras cuando junté el de Sarah Kay? No puedo recordarlo, qué tonta. Tendré que preguntárselo cuando baje del tren. Imagino a papá como un hombre de grandes recuerdos, un hombre de memoria fornida. -¿Niña? -me pregunta alguien que se ha agachado junto a mí. No sé cuánto tiempo lleva a mi lado. Estaba demasiado concentrada en las figuritas como para prestar atención al resto de la gente. Me toca el hombro con delicadeza y repite la palabra. ¿Papá?, quiero preguntar. Pero la voz no me sale. Estoy muda, sorda, borracha. Mis labios se han cerrado tanto como los de papá en la foto. Este hombre los lleva abiertos y los abre cada vez más. Se le va a escapar, se le va a escapar. -No repartas tu felicidad a todo el mundo -creo decir. -¿Qué felicidad? -dice. Y lo dice con ese énfasis tan suyo. Es él, qué duda puede haber. Me tiro a sus brazos, a los brazos de este hombre delgado que es papá. "Eres tan distinto", digo o pienso. Papá no tiene lunares en la cara, papá no es prepotente, papá es un hombre joven. Papá podría ser mi marido. "¿Por qué demoraste tanto?", pregunto. Temo que no entienda el alcance de la pregunta. "Disculpa", dice entendiéndolo perfectamente. Papá entiende todo y está arrepentido. Me puedo dar cuenta por sus manos nerviosas, por su tartamudeo. Soy muy egoísta, estoy dejando que cargue con toda la culpa. Ya habrá tiempo de abrazarnos y exculpar lo nuestro. "¿Y ahora qué vamos a hacer?", hablo con timidez. De nuevo tengo cinco años. Quiero agarrarme de su mano y colgar de ella como un maletín, todo el día, en cada trayecto. Son las diez de la noche. No se me ocurren demasiados panoramas. O se me ocurren, pero no quiero decirlos. -Vamos a tomar un jugo -le propongo. -Niña -dice, con seriedad. Ahora cierra la boca. Todavía está nervioso. Le cuesta hablar. Todo esto le cuesta una enormidad. -A la vuelta hay un lugar bonito -insisto. Me cuelgo de su mano y cargo mi peso. Quiero serle muy pesada, casi abatirlo. Él me mira con curiosidad. Se parece al perro en su baldosa. No hablamos. ¿Qué nos vamos a decir? Temo enmudecer eternamente con papá. Pero no tiene importancia: desde esta noche ya no será necesario hablar. Sé que papá me entiende con sólo mirarnos. Ahora te estoy diciendo que te imaginaba distinto, ¿entiendes? Ey, papá, ¿entiendes? Bueno, ahora está nervioso. Ya habrá tiempo de comprendernos sin palabras. La mano de papá es frágil, quiere desprenderse de la mía, pero no se lo voy a permitir. La mano de papá hace fuerza para separarse cuando entramos al café. ¿No sabe acaso que puedo ser su mujer? ¿No ve que ya tengo cuerpo y forma? Mírame, papá, tócame de una vez, ¿no te parezco linda? Pero la mano de papá logra desligarse de mí y ahora sostiene el vaso con jugo que ha pedido. Yo he pedido mirarlo, nada más. El silencio se vuelve fatigoso, comienza a incomodarnos. Sin hablar, le digo a papá que olvide todo, que he vuelto a tener cinco años. Pasamos varios minutos mudos. Creo que por fin comenzamos a entendernos sin palabras. -Niña... -interrumpe mis ideas. Habla con dificultad-. Olvida el frío de este andén y vuelve a tu casa. Devuelve estas fotografías a su papel. Acá ya no se detienen los trenes. -¿Qué dices, papá? -Yo no soy tu papá -dice esa boca que se abre y se cierra, tan ágil, tan distinta a la foto-. Él no vendrá esta noche. Papá se ha vuelto loco. Su boca habla sola. Es una marioneta, papá. Alguien lo manipula y él interpreta. Él sólo interpreta. "Te están manipulando", le digo, riéndome. Pero él es porfiado y sigue actuando el mismo papel que le han asignado. Tan serio y grave. Ahora lo dice entre un trago y otro de jugo. Lo repite, envenena mis oídos con su frase. No soy tu papá, no soy tu papá, no soy tu papá. ¿Y quién eres, entonces? ¿Un mensajero? "No importa quién soy", dice y ve cómo le vuelco el jugo encima para que se saque la máscara. Él alega que estoy loca. Yo digo: ¿quién es la loca? ¿Es que este hombre es mamá disfrazada de papá? "Yo no soy tu papá, entiende", alega mamá mientras se levanta de la mesa. -¿Tú estás diciendo...? -le grito. -Yo estoy diciendo lo que estoy diciendo, niña. En este andén no habrá nunca un padre añorando a un hijo ni un hijo besando a un padre. -¿Dónde está papá? ¿Cuándo dejaron de cruzarse nuestras miradas? -¿Es que no has entendido nada? -pregunta, agarrándose la cabeza. -¿Qué podría entender, papá? -le pregunto al aire. Camino hacia él, hacia mamá. Me arrojo encima suyo, le pego con toda mi fuerza. Él exige que me detenga, que no lo mezcle en su rabia, que no le haga tragar mi porfía. Yo no tengo rabia, yo no tengo nada esta noche. Papá niega que todo esto sea culpa suya y se aleja de mí con una sentencia: -Tú inventaste este dolor. Tu papá no vendrá, ¿puedes entenderlo de una vez, niña? Papá falso debe irse de mí. Lo empujo, le escupo, termino por echarlo. Basta con mi soledad en este rincón. Vuelvo a la estación y me tropiezo con los viajantes. Van aturdidos, los conduce la inercia. Nunca habrá una fiesta en el andén. Me siento en el suelo y despido al tren con la mano. ¿A qué tren, si no hay ninguno? Al tren de papá, fantaseo. Soy tan fantasma como el fantasma de papá. Soy un trapo empapado, retorcido en sí mismo. De nuevo siento el peso de un muro aplastante, un muro que insiste en derribarme con su cemento. Entonces saco las fotos: la de papá y la de la mujer peinándose a punto de soltar una lágrima. Esta mujer llora por papá, lo sé. Esa mujer es mamá. No gastes lágrimas por él, le sugiero. Papá ha muerto antes de morir. "No lloro por él", advierte mamá desde su porfía. Pero ya no importa por quién llora o iba a llorar mamá. Guardo la foto en un bolsillo y retengo la otra en una mano. Lo imagino. Papá pensaba quedarse aquí, en este retrato, con los mismos labios rígidos y cerrados de siempre. Lo imagino tan distinto mientras voy desarmando sus gestos y convirtiendo su imagen en mil fragmentos. Lo imagino. Papá tiene la boca abierta ahora, por fin. Como un muerto.

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