29 octubre 2008

Desconfianza

Ya no creo en las verdades de los hombres, ni en sus veredas ni en sus desvíos. Cada verdad es más cruel que la mentira y la mentira, paulatinamente, se convierte en una patética verdad, de esas que gozan con tener el sello de lo creativo más explícito que implícito, mentiras que se jactan de su don y sus efectos, de su retórica melodiosa, de su valor innegable.
Por eso ya no creo en las miradas escondidas ni en las palabras al viento, ya no creo en el efecto del alcohol y en lo que se dice sin querer, en lo que se dice y no se quiere, en lo que se quiere y no se dice, en lo que se quiere decir. Ya no creo en las vueltas y vueltas, ni del destino ni de la vida ni de tu vida ni de tu charla.
Ya no creo en la seriedad de los hombres ni en que quieren fingir sonrisas. Todos sonríen, todos se ríen. Y son sinceros y eso les da vergüenza. Y no creo en la gente diferente que goza con ser vanguardista y rompe-esquemas, y no creo en sus afanes de tristezas y pobrezas y misterios. Y no creo en sus creencias ni en sus filosofías.
Ya no creo, créanme, en el misterio de la gente misteriosa. Había una casita verde-pardo, verde-invierno, medio negra, oscura la casa, fea, descuidada, una casa que atraía miradas de gente que buscaba felicidad disfrazada de tristeza, pero una lluvia cálida y veraniega se llevó el color y sólo dejó una casita blanca, con cercos blancos, con césped verde-floreado y hasta con niños alegres corriendo alrededor. Ya no creo en las casas.
Tampoco creo mucho en los pasos silenciosos con sus huellas amarillas. En los pasos tergiversados, como éste, que causan asombro, que causan espanto. Que silban silenciosamente un bolero olvidado por su autor.
Ya no disfruto como antes hablando con gente estúpida, ya no disfruto estar frente a una película mala, no me hacen feliz las canciones desafinadas ni llego al éxtasis confuso cuando estoy frente a un libro con faltas ortográficas. Y la rarefacción me causa cosquilla, pero no risa ni llanto, nada fuera de mí, todo hacia dentro.
Ya no creo que el murmullo del otoño parisino le dicte la gloria a mis dedos, ni en las casas de ladrillo de mi Londres soñado, ya no creo que se derrumben los cerros de Valparaíso. Ya no creo en las casas ni en los cerros.
Ya no creo en Baudelaire ni Badulaque, ni en Novalis ni en Novelas.
Ya no creo en la incredulidad de los hombres, ni en las muletas de sus inseguridades; no creo en las mentiras piadosas ni en mecanismos de defensas; no creo en dolores que no duelen ni creo que todo esto te parezca mentira.

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