26 enero 2009

La voz de mi Ladrón Honrado

No fue por eso que llegué a esa hora. Fue por lo otro. Sí, por esas señoras que se pelearon en la calle, cuando una, sin querer, le botó las bayas a la otra; y esa otra, con querer, de puro picada, le tiró la canasta con las bayas a la anterior. Y hasta las pisó, la muy puta, figúrese usted. Los señores también se pelearon, no por las bayas, los señores no cargan bayas, cargan dinero. A un señor se le cayó el dinero en la calle y otros dos lo vieron allí, babosearon al imaginarse ese montoncito de verdes en sus manos. Pero antes de tomarlos empezó la discusión 'no es tuyo', 'tuyo tampoco', 'yo lo vi primero', 'no, yo lo vi'. Llegó el guardia, figúrese usted, y dijo que ese dinero le corresponde al dueño. Salió a buscarlo, pero yo vi que el muy malparido se lo dejó para él.
Yo sólo los miré a la distancia, no me tenté ni con el dinero ni con las bayas. Todavía me quedaba una cañita de vino y más me vale eso que cien pájaros volando. Pero no fue por eso que llegué a esa hora.
Estaba pensado en lo inútil que puedo ser, en lo poco que puedo ser, en la carga que puedo ser. Nadie me quiere dar trabajo. Y le juro que he tratado de conseguírmelo, pero todos me miran mal, como la escoria misma, como lo peor de la podredumbre humana. Porque la humanidad también se pudre y entre ellos estoy yo. Ni porque llevo mi capotecito, que vale oro, me toman en cuenta.
Entonces me vine caminando tan triste por la pena por la rabia por el miedo por usted por llegar el momento en que no me soportará más por mi carga por mi hambre por mi sopa por mi cama por mi borrachera. Que usted dijo que la próxima vez dormiría en la escalera y qué le iba yo a hacer. Acomodé mi cabeza sobre el capotecito doblado sobre la nieve sobre la escala y con más frío que pena me dormí para no molestarlo. Que de dónde iba a suponer yo que se iba a molestar igual. Mejor me quedaba en la silla mirando por la ventana, un poco más ajeno del mundo, con menos caos, un poco con más calor, menos solo, con más tranquilidad, menos malo, con más seguridad, menos borracho, con más pena. Y usted igual se hubiese molestado, pero no preocupado.
Por eso le repito, como por séptima vez, que yo no tomé esos pantalones. Que para qué los iba a querer yo, si con los que tengo me basta, si yo no soy un manilarga amigo de lo ajeno. ¿Cree usted que yo podría pagarle de tal modo? No, no se moleste porque ando en cuclillas, pero es que por aquí deben estar esos pantalones, en alguna parte va a aparecer. Bajo la cama, bajo el colchón, bajo la mesa, bajo el baúl, bajo la silla, bajo sus pies. Quién sabe. Por ahí deben estar. O también es probable que hayan desaparecido porque sí, porque se les dio la gana. Usted me mira con risa de pena, señor, con rabia de lástima. Porque usted es bueno y yo no pude haberle robado, para qué, mire como ando, mire mi miseria, mire mi ebriedad, para qué iba a robar sus pantalones caros con los que pensaba hacer tantas cosas. Era como si usted tomara mi vino y me lo echara por la espalda.
Entonces debo marcharme, porque usted es bueno y sin embargo desconfía de mí. Porque yo soy malo y sin embargo no tomé sus pantalones ni la pollera de la vieja. Porque estoy borracho y sin embargo guardo dignidad. Ni humillado ni ofendido, sólo por respeto debo irme. A mí y a usted.
Y allá afuera está blanco y camino. Y mis pies tocan la nieve y ya morados no sienten nada. Y el ambiente sabe a hambre y desamparo. Y el alcohol sabe a sal para las heridas. Y la muerte se aproxima y retrocede. Una noche, al lado de un alambrado, cubriéndome con mi capotecito del frío peterburgués. Otro día que sabe a mil años y el viento me rasga la piel. Las tabernas se cerraron para mí, las veredas se escondieron para mí, las orejas se congelan y los párpados se caen. Otra noche sobre un puente porque abajo es peor, hipotérmico y moribundo lo recuerdo con cama y techo. Ya de día, ya de tarde, cae la noche y llego a su casa. Lo encuentro esperándome ansioso, angustiado y con una sonrisa. Que la sopa, que el pan con cebolla, que un vaso de vino. No quiero vino. Estás enfermo. Sí, no me siento bien. Y la fiebre y la vida y los recuerdos de la infancia de la calle de los niños de los juegos de alfileres de modistas de la loca de la niña de la madre de los llantos de la historia del pasado de la cruz de Jesucristo de su sangre de mentira de los curas de la iglesia de la ostia del vino, vino, vino, agua ardiente bendita de los cantos de la infancia de la calle de los niños. Y yo lo miro y lo veo a medias y usted no se quiere alejar de mí. Señor, ¿cuánto le darán por mi capotecito? Y usted me mira con risa de pena, con llanto de lástima. Dice que tres rublos y pienso que es poco, para todo lo que me ha acompañado por años. Entonces no aguanto más con la carga de la pena de la culpa del ahogo de la maldad. Cuando yo me muera, quiero que usted lleve mi capote y lo venda, si le cose los agujeros puede que le den más dinero, quizás así pueda recuperar en algo la plata de los pantalones, que yo le robé para comprar alcohol. Y me toca con cariño y su mano es como el cielo. Descansa, hijo, descansa. Y no quiero descansar, no quiero dejar de vivir esta vida de miseria a la que ya me había acostumbrado, y lo miro descubriendo en horas de mi muerte la bondad de lo poquísimo que éramos. Y los ruidos en mi oído hacían bom-bom-bom y la cama era de algodón y todo ardía con mi cabeza. Algo remecía la vida entera y mi capotecito no era suficiente para protegerme. Extendí mi mano para asirme de algo, pero sólo encontró el vacío más rotundo.


(Modificado de "Un ladrón honrado", F. Dostoiewsky)

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